jueves, 28 de diciembre de 2017

Sermón por el que fue denunciado y condenado Felipe Lesmes Zafrilla.

Sermón que pronunció en Sigüenza el 19 de marzo de 1.821 don Felipe Lesmes Zafrilla y Duart, en defensa del Rey y de la Religión, por el que fue denunciado, sentenciado, condenado y perseguido por los Constitucionales.



 "De nuestros egemplos depende acaso nuestra posteridad"  
     Por este medio tiempo (el 1819), y en el corto de vacaciones que habia tomado para descansar, hizo oposición a la Canongía penitenciaria de Burgos, donde por largo tiempo se conservará la memoria de su sermón; y el 1820 obtuvo la Lectoral de Sigüenza, á donde en el septiembre de dicho año volvió a residir.                         Aquí principia ya una nueva época de su vida, si trabajosa segun el mundo, meritoria a los ojos de la fé, y tambien de más esplendor. Hombre ya, podemos decirlo así, mas público, fueron mas públicos y ruidosos sus sucesos. Los acontecimientos de la rebelión, la instalacion de las Cortes, las reformas religiosas ó anti-religiosas que diariamente se sucedían unas á otras; la hacha de la venganza levantada y pronta á descargar sobre los que opusieran a ellas la menor contradicion, &c., &c., todo hacia crítica la situación de los eclesiásticos: la espatriacion de los señores Obispos de Orihuela y Valencia; el tratamiento escandaloso que se dió a los de Tarazona, Oviedo y Leon, hacian temer otros iguales ó mayores en los que no estuviesen en tan elevada dignidad. En estas circunstancias, un oficial de zapadores enviado á Sigüenza desde Alcalá para adquirir prosélitos al sistema, corriendo diariamente sus calles, convocando las gentes sencillas en las plazas y paseos a todas horas, con tono á veces magistral, otras en                                                         
lenguage propio de su exaltación, y entre invectivas las mas indecorosas é  indecentes contra el Clero, predicaba, como él decía, ó vomitaba, diremos mejor, errores que herían en lo mas vivo á la Iglesia, pues tocaban en su gobierno y autoridad independiente, sin la cual no puede subsistir. Zafrilla que veía el peligro inminente de la seducción en un pueblo sencillo que no oía hablar sino de abusos, que solo se trataban de reformar; de intereses particulares que se oponían á la reformacion é impedían su felicidad; á quien no era dado distinguir en puntos tan delicados, ni percibir el veneno envuelto en las palabras... de que eran puntos de disciplina, sin que en nada se tocase al dogma ni esencia de la Religión, &c., &c.; observando turbada la multitud, vacilando á los débiles, y á algunos llegando á sospechar por el silencio del Clero si sería esto ó no así, cree de su deber quitar la máscara al error, y defender el depósito de la doctrina; y aprovechando la oportunidad de un sermón que sobre el Fruto de la Paz (I) debia predicar en la Iglesia de Santiago en honor de san José, despues de haber esplicado doctamente la diferencia entre el Fruto y la Virtud, y distinguido de la falsa la verdadera Paz; que ésta nunca puede ser la tranquilidad en el desórden y en el vicio, movido yo no sé si de un impulso superior..... lo que sé es, que en el púlpito formó la última resolucion, con prevision de todo lo que le habia de sobrevenir, y con respeto sí, pero con fortaleza, profirió aquellas palabras que aún resuenan en los oidos de los Seguntinos, cuya fé afirmaron, y fueron causa de su persecución.             
      (I) Desde el Pontificado del señor Vejarano se celebra allí un duodenario á san José en los días 19 de cada mes, siendo el asunto uno de los Frutos del Espíritu Santo, que se aplica al   santo Patriarca.                                                             
                        "¿Adónde voy? esclamó.....  >>Sé que mi interés personal pide callar; pero tambien sé que este lugar, que el carácter de ministro de Jesucristo.....      



                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                           

lunes, 4 de diciembre de 2017

Cómo ocurrió el derrumbe de la torre del giraldo de la Catedral de Cuenca.

   Relato publicado en el periódico OFENSIVA de Cuenca del domingo 2 de septiembre de 1.962

   Cómo ocurrió el hundimiento de la torre de nuestra Catedral.
            Relato inédito de un testigo presencial de 7 años de edad.                                 
         
  Catedral de Cuenca antes del hundimiento de la torre del Giraldo ocurrida el día 13 de Abril de 1.902                                                                             
 
 


  Domingo, 13 de abril del año 1.902.                                     Amanece el día con el cielo limpio de nubes. Mi hermano Reyes estaba perezoso para levantarse. Hubo que despertarlo repetidas veces y, ya las ocho y media, me mandaron a mí para llamarlo una vez más. Recuerdo que le hice cosquillas en los pies. Se levantó, almorzamos y, contraviniendo la advertencia materna de que no saliesemos de casa, a hurtadillas nos fuimos a la calle. Nos hicieron volver; pero como mi madre (q. e. p. d.) tenía muchas ocupaciones, pues ya tenía hijos, no pudo ejercer una constante vigilancia y burlándola, nos marchamos, a pesar de aquel consejo: "No salgáis de casa, no vaya a pasaros algo". ¡Divino instinto materno!                                                                                        Vivíamos en la calle de Alfonso VIII, 19, casa que ha sido de mis padres hasta que hace breves años pasó a ser de este Municipio, juntamente con otras contiguas. Mi hermano Reyes tenía nueve años y yo acababa de cumplir los siete.                                  Al salir de casa llegamos de primer intento hasta el arco de en medio de la anteplaza, en donde, con otros muchos chicos, estuvimos jugando al corro. Pero poco después y con un movimiento a la vez de traslación, fiumos subiendo por la Plaza Mayor, hasta llegar al principio de la calle de San Pedro, junto a las verjas que había de entrada por aquella parte al atrio de la Catedral, y en las inmediaciones del callejón que conducía a la torre de las campanas. Recuerdo que un hombre, no puedo precisar quien fue, nos dijo que podíamos subir a repicar, si queríamos. La puerta de entrada a la torre estaba en manos de los muchachos mayores que, a discreción, dejaban o no entrar a los demás, y ni a mi hermano ni a mí nos dejaban pasar. Pero una fatal circunstancia vino a facilitarnos el acceso, pues hubo un momento en que el amo de la puerta era mi primo Alejandro Mena, (víctima también en este hundimiento), aunque no murió y, naturalmente, nos permitió entrar y así lo hicimos. Subimos un primer tramo de escaleras (téngase en cuenta que jamás habíamos estado allí, yo creo que ni aun en la puerta de la calle) y llegamos a un ensanchamiento, especie de pasillo adonde caían dos gruesas cuerdas que debían ser para tocar las campanas mayores. De esas cuerdas nos estuvimos colgando durante algunos minutos, continuando la ascensión por aquella escalera, un tanto oscura, hasta que llegamos a una puerta situada a la derecha y que sin duda daría a las habitaciones del campanero. Yo me cansaba y le dije a mi hermano que me volvía,  y así lo hice. El siguió por aquella escalera de caracol hasta llegar a lo alto. Ya en la calle, me encontré, junto a la puerta de entrada, en aquella especie de plazoleta que había, a otro muchacho amigo. Andrés Uviedo, hijo de un empleado del Ayuntamiento, con el cual me entretuve, y ambos hubimos de mirar hacia lo alto al oir las llamadas que me hacía Reyes desde uno de los arcos sin campana que había en la fachada principal, sobre la puerta y, por el cual, sin duda tendido, asomaba su rubia cabeza. Yo le amenacé con mi mano, diciéndole a la vez que diría a mi padre que se había subido a esa torre, pues nos lo tenía prohibido con una energía y tenacidad que bien merecía que hubiéramos hecho más caso. Mi hermano me prometió, si no decía nada, darme "cajillas", o sea, las tapas de las cajas de cerillas que tanto usábamos los niños en nuestros juegos en aquella época, y que teníamos en gran aprecio. Y entonces (última vez que lo ví vivo) se retiró hacia dentro. Aún continuamos allí Andrés y yo, y como notamos que caian piedrecitas de la fachada, le dije yo a Uviedo: "Vámonos, que esto se hunde", a lo que me contestó: "Es que tu hermano nos tira chinillas", y se marchó, quedando yo allí algún tiempo, que debió ser breve, pero que nunca he podido precisar. Eché a andar hacia la Plaza, lentamente, como si hiciera tiempo a que bajase mi hermano. Iba adosado a la pared de la Catedral, o sea por mi izquierda, cuando por mi derecha pasaron corriendo varios muchachos, ya mayores, que, comprendiendo lo que se avecinaba, huían, sin que ninguno me advirtiera del terrible suceso que se echaba encima de un modo intimamente. Seguí tan tranquilo, muy lejos de presumir al riesgo terrible que me amenazaba, y, sin duda la divina Providencia quiso salvar mi vida y detuvo unos instantes el suceso, pues apenas doblé la esquina del atrio que ya cité y muy pocos metros más bajo, sentí como un trueno enorme y seco, vi una gran polvareda y mirando hacia lo alto advertí que ya no se veía la giralda, parte más elevada de la torre y... seguí Plaza Mayor abajo sin la menor preocupación, como si nada hubiese ocurrido. (Rigurosamente auténtico). Sin duda eran pocos mis siete años para que cupiese en mi cerebro tanto espanto como aquello hubiera producido en una persona mayor. Corriendo "a la pata coja", o sea sobre un solo pie, seguí hasta llegar a mi casa, en el preciso momento en que mi madre, que estaba asomada a la puerta de la calle, invitaba compasiva a que pasase a casa una mujer que calle abajo iba llena de polvo, con aire de espanto, y que entre sollozos balbucía ciertas expresiones que no se entendían, y es que había pasado por el lugar del hundimiento en el momento en que se producía y presa de terror huía sin poder articular palabra y antes de que hubiesen llegado por allí las primeras noticias. No aceptó la mujer la invitación y siguió. Yo penetré en mi casa, que atravesé hasta el fondo, y asomándome por un balcón vi que, efectívamente la torre se había ido abajo, quedando solo en pie un paredón en donde estaban todavía las dos campanas. Desandando el camino que traje, volví a la Plaza Mayor, en donde ya empezaba a concurrir gente. Vi que el señor Lucio, el campanero, le llevaban cogido por los brazos unos sacerdotes (me parece recordar que también estaba allí el Obispo) dando unos quejidos y sollozos que, cuando llegué a mayor comprendí: entonces, no: el pobre señor tenía también una hija dentro de la torre. La concurrencia de personal crecía rápidamente; y, poco después empezó a lloviznar, abriéndose muchos paraguas. (Conquenses que me estéis leyendo, ¿es cierto este detalle, o es error de mi memoria? Porque tengo por seguro que muchos vivís aún, que estuvísteis allí en tan tristes circunstancias). Suceden ahora unos momentos que no recuerdo lo que ocurriera ni donde estuve... Después me veo cogido de la mano de mi madre, y mi hermana también, dando vueltas por la Plaza en busca de Reyes. Me preguntaban por él, y yo decía que no sabía dónde estaba; empezó a entrarme miedo. Enviaron a varias personas a buscarlo a las casas de mis numerosos familiares, y naturalmente todos volvían con la única respuesta de no saber nadie nada de él. Y ahora lo terrible: un señor (que he tenido siempre para mí que fue don Eduardo Moreno (q. e. p. d.) que tantas veces fué luego alcalde), se puso en cuclillas ante mí, para mirarme cara a cara y, cogiéndome de los brazos me dirigió unas cuantas preguntas con las cuales, y sin gran dificultad, me arrancó la tremenda confesión: mi hermano y yo habíamos estado dentro de la torre; yo me salí y él se había quedado dentro. Renuncio a describir la escena que allí se desarrolló, que debió ser espantosa, si bien hubo, como es natural en estos casos, personas de buen criterio que me separaron de aquel sitio, que (no se me olvidará jamás) fué precísamente donde para el autobús de la Plaza cuando llega a ella en la subida.                                           Suceden unos momentos en que nada me acuerdo y de nuevo vuelven los hechos a mi memoria. Cogido ahora de la mano de mi padre (q. e. p. d.) estamos junto al enorme montón de escombros, y mi padre habla algo con uno de los dos guardias civiles de a caballo que impiden que la gente se aproxime. Nos retiramos de allí y los dos vamos calle abajo y entramos en un edificio que no he sabido nunca cual fue. En una buena habitación mi padre habla con un señor, al que le dijo que yo también había estado dentro de la torre y otras cosas, claro está, y que nunca he sabido. Aquel señor se sienta en una silla ante la mesa y sacando un pequeño papel escribe algo y después se lo entrega a mi padre. Salimos de allí y nuevamente estamos hablando con el guardia civil anteriormente citado... Sin que recuerde por dónde fuimos, ahora estamos en casa de don "Federico" Torralba, médico, que vivía en una de las primeras casas de la derecha de la calle de San Pedro, y a quien yo conocía bien por una larga intervención que tuvo conmigo con ocasión de una pierna mala. Estamos en una pequeña habitación, oscura, situada en la parte de atrás y que da vistas al ingente montón de sillares de la torre venida a tierra. Por un balcón abierto del todo, mi padre da aterradores gritos llamando a Reyes, pues se oían lamentos de un niño encima de aquél montón informe. Empiezo a llorar amargamente y alguien me saca de allí y me llevan... No lo recuerdo tampoco.  Algún rato después es un vecino y buen amigo de mi padre quien nos coge de la mano a mi hermana, (once años) y a mí y nos lleva a su casa, algo anterior a la mía; allí nos dan de comer y después...                                          Y en adelante recuerdo de hechos que no puedo colocarlos cronológicamente. Muchísima gente fué por mi casa: unos llevaban noticias esperanzadoras, otros todo lo contrario... Mi casa, como la más céntrica y mejor situada de las varias familias de las víctimas, fué el sitio en donde se hizo el duelo oficial, etc. De eso apenas sé nada ni nunca he querido saberlo, pues para ello me hubiera sido necesario preguntar a mis padres, y, cuando ya mayor, hubiera satisfecho fácilmente el deseo pero, nunca quise que, al menos por iniciativa mía, se provocase en mi casa una conversación que ya pueden comprender los lectores el efecto que produciría.  (En cuanto a aquél señor que dió a mi padre un papel escrito he supuesto que sería alguna autoridad, para que le dejasen subir a lo alto del montón de escombros a socorrer a aquel chico que se oía allí; y efectívamente alguien subió y salvaron al que encima había quedado).                                                                                                                                         Por cierto que a mi hermano le gustaba mucho, como a todos los chicos de entonces, ser monaguillo, y asistía a la Parroquia del Salvador. Pero precísamente esa iglesia tenía una torre que amenazaba inminente ruina, por lo que mi padre no le permitió seguir yendo a ella: ocho días, exactamente, quedó sepultado bajo los escombros de la torre de la Catedral. ¡Y con qué poco se habría salvado! Venía solamente unos metros detrás de mí, hasta el punto de que el último salvado fui yo, y la más inmediata víctima, él.                                                                                                                       Pasados unos días, me volvieron a mandar a la Escuela. Don Cesáreo, bondadoso y excelente maestro y quien recuerdo con el mayor cariño nos habló del triste suceso. Pero el buen señor, sin darse cuenta me causó una tremenda pena cuando refiriéndose a los tres chicos víctimas y que sin duda él conocía bien, dijo: "Fulano, (refiriéndose a uno de ellos) tengo la seguridad de que Dios lo ha llevado derecho a la Gloria; tu hermano -dijo dirigiéndose a mí- y el otro es fácil que tengan que estar algún tiempo -que no será mucho- en el Purgatorio, porque eran algo traviesos". Tengo la seguridad de que esa manifestación era completamente sincera; pero ¡qué daño me causó! Creo que fué lo que más me hizo sufrir de todo el luctuoso suceso. No he olvidado esta lección en el ejercicio de mi profesión de maestro de niños con los que hay que tener gran discreción en el hablar de ciertas cosas, es decir de todas.                                                                                                                                            Y para terminar este relato ya demasiado largo -aunque no agotado- diré que el Excmo. Ayuntamiento de nuestra capital destinó sepultura perpetua para los restos de las cuatro víctimas, que está en el Cementerio general, en los primitivos nichos frente a la puerta de entrada, algo a la derecha. La inscripción recuerda la catástrofe (ya está bastante borrosa), así como los nombres de los sucumbidos, y por cierto que hubo la torpeza, no sé de quién dependería, de que a mi hermano le pusieron los dos apellidos de mi padre, en vez de los suyos propios.                                                        Que en paz descansen.
                                               Francisco LÓPEZ ESCUDERO.
        
Placa conmemorativa en recuerdo de los 4 niños fallecidos el día 13 de Abril de 1.902 en la catástrofe ocurrida en la Catedral de Cuenca.



                                                   
     
   
                 La Catedral de Cuenca en la actualidad.

viernes, 1 de diciembre de 2017

Tercias Reales de la Parroquial de Albalate de las Nogueras (V)

     ALBALATE DE LAS NOGUERAS, AÑOS 1800-1820

     Demanda presentada ante el Deán y Canónigo de la Catedral de Cuenca don Joseph Tenaxas, por parte de doña Mariana Álvarez de Toledo, solicitándole que falle a su favor en el pleito que tiene entablado contra el cura de la Parroquial de Albalate de las Nogueras por el pago de las 60 fanegas de trigo que dicho cura pagó al sacristán por su salario del año 1799 de la parte decimal de Tercias Reales pertenecientes a doña Mariana Álvarez de Toledo y su hijo Francisco de Borja Castillo.

       
             Ciento treinta y seis maravedis.
 SELLO TERCERO, CIENTO TREINTA Y SEIS MARAVEDIS, AÑO DE MIL OCHOCIENTOS Y TRES.
Nos el D.n(Dean) D.n Juan Joseph Tenaxas Dignidad de Dean y Canónigo de la Santa Yglesia Cathedral de esta Ciudad de Cuenca, y Gobernador General de ella y su Obispado sede bacante exª: Por quanto ante Nos se ha presentado la Demanda del thenor siguiente= Francisco Amaya en nombre de Doña Mariana Albarez de Toledo y Borja; viuda de Don Balthasar del Castillo Vecino y Regidor perpetuo que fue de esta Ciudad Dueña por Real Pribilegio de Venta de las tercias Reales de la Parroquial de la Villa de Albalate de las Nogueras; En los autos con don Matheo Ruiz de Leon, Cura y tercero de esta, ya que despues con el coludido salio monstrandose parte el Mayordomo de su Fabrica Juan de Mombiedro, sobre que dicho tercero y subcesores en el cargo contribuian integramente a mi parte con los frutos Decimales de dichas tercias sin dedución alguna para salario de su sacristán Digo: Que sin embargo de lo expuesto y calificado por mi parte en demostración de asistirle accion ejecutiva contra dicho tercero para el pago y satisfacción íntegra de dichos frutos de tercias Reales respectibos al año de mil setecientos Noventa y nuebe, sin deducción alguna por salario del Sacristán en el Libramiento de la Secretaría de los señores Dean y Cabildo de esta Santa Yglesia que por luego debia cumplir dicho tercero por la obligación Escriturada de su cargo sin desfalco alguno al boluntario authoritativo pretestó de corresponder del mismo el desfalco que había hecho de las dos terceras partes del salario del Sacristán y que a consequencia en su retención autoritatiba havía cometido Despojo de la Posesión de mi parte de la íntegra percepción de dichas tercias Reales que debía ser alzado incontinenti, y apremiado el tercero a cumplir íntegramente dicho Libramiento que es sin la menor duda de hecho mi derecho executivo contra él como Depositario obligado por escritura auténtica a cumplirle sin que pudiese relebarse aún con pretexto de derecho propio que pretendiese, y mucho menos con el de derecho ageno; pues la acción ejecutiva Depositaria ni aún con el propio credito es subsceptible de compensación, que suspenda su efecto, y en ningún caso a título de derecho de otro ynteresado con que nada tiene que ber el Cura tercero con respeto a su propio ynterés, ni tampoco en la sujeta materia bien reflexionada el Mayordomo de Fábrica que lejos de ynteresarse en esta deducción de las Tercias Reales para el salario del Sacristán se interesa patentemente en que no se haga por la trascendencia que esta puede tener contra el Noveno que de las mismas tercias pertenece a dicha Fábrica, y así puede mirarse como una especie de prevaricato de su cargo de Mayordomo de Fábrica cuia principal incumbencia es defender y sostener sus yntereses, y derechos: La pretensión que introdujo contra mi parte de que subsista la expresada deducción del salario del Sacristán de las Tercias Reales: en que participa dicho Noveno la misma Fábrica. Y que bien considerados los actos de Posesión de ella son a lo menos equívocos, no solo a lo que respecta a los dos Novenos pertenecientes a mi parte sino también al otro Noveno de la Fábrica en aquellos porque haviéndolos tenido mi parte y sus Causantes arrendados al Concejo y Justicia de aquella Villa hasta que con motibo Real reglamento en este ramo y el de Reales contrivuciones tubo mi parte por combeniente en uso de su derecho administrarlos, aunque dicha Justicia, y Concejo considerando ser de su cargo, y del vecindario el pago del salario del Sacristán en los subarriendos asumidos que hacia de ellos como pertenecientes al caudal publico los arrendatarios en quien se rematavan quedaban con el cargo de satisfacer al Sacristán lo que el Vecindario había de pagarle por su salario que heran Veinte y seis almudes de trigo por su parte; y a consequencia que alcanzase que a esta Cantidad lo que en qualquier año tocaba a dichos dos Nobenos de las Tercias Reales los mismos arrendatarios eran obligados en todo caso a satisfacerle a dicho Sacristán los expresados Veinte y seis almudes de trigo de que se infiere que esto no hera por gravamen de dichos dos Novenos, sino por obligación consuetudinaria de contribuirle con ellos el Vecindario, pues de otra suerte es claro que en el año que no alcanzasen a esta Cantidad los frutos Decimales aplicados a dichos dos Novenos, no debería contribuirse al Sacristán con mas que lo perteneciente a ellos y á consequencia por estos actos no podía concevirse a lo menos con claridad posesión de percivir el Sacristán los dos tercios de su salario de los expresados dos Novenos de tercias Reales, ni resultar por él merito para ser mantenida por negación de supuesto; mas no obstante por auto de Seis de Septiembre de mil ochocientos se sirbio el Tribunal amparar a la Fábrica de aquella Parroquial y a su Mayordomo en su nombre en la Posesión en que se dijo hallarse de percibir los Veinte y seis almudes de Trigo para la dotación de alimentos a su Sacristán, bien que con reserva de su derecho a las partes para que lo deduzcan como les vieren combenir en los Juicios Plenarios petitorios, y de propiedad, y aunque realmente asistía a mi parte mérito para apelar de este proveido por que luego le irrogava gravamen se abstuvo de hacerlo considerando ser camino mas brebe, y menos dispendioso para conseguir la declaración de libertad de este grabamen de sus dos Novenos de tercias Reales su vindicación en Juicio petitorio fundandose como se funda en un Título Real de legitimidad indisputable por el que con esta libertad se le Transfirió a sus causantes por S. M. lo que la sujeción a él que quiera imponersele no tiene mas fundamento ni apoyo que un Capítulo de la Concordia llamada de Coronados, otorgada en Veinte y dos de Marzo de mil seiscientos quarenta y siete, entre el Fiscal de S. M. en su Real nombre y el Clero de esta Diócesis por sus respectivos Comisionados y Apoderados.